sábado, 31 de marzo de 2018

AlphaGo: ¿un enfrentamiento entre hombre y máquina?

El documental AlphaGo se plantea como la habitual historia de éxito. Comenzamos conociendo al equipo de DeepMind, una empresa de inteligencia artifical de Google, para que luego se nos muestre muestre el reto al que se enfrentará y, a partir de ahí, el histórico torneo en el que participó contra el campeón del mundo de Go, un antiquísimo juego de mesa oriental, que se presenta de manera similar a cualquiera de los combates de boxeo de la saga de Rocky. El formato es ágil y ameno, aunque la emoción dependerá en parte de que sepamos el desenlace final. A este respecto, el documental hace un buen trabajo ya que no solo se centra en el resultado final, sino en el número exacto de victorias que consiguieron ser humano y máquina, algo que es más fácil que no sepamos.


Aparte de contarnos una historia entretenida, el verdadero interés de este documental radica en las reflexiones que se van entrelazando con el avance de la historia. Brillan en particular las aportaciones de Fan Hui, el campeón europeo de Go que fue el primer jugador profesional que se enfrentó al sistema creado por DeepMind. Sus primeras reacciones ante la máquina son las habituales: primero escepticismo y condescencencia con la máquina, a la que considera incapaz de ganarle, luego sorpresa al comprobar su capacidad y por último enfado y tristeza cuando el ordenador le derrota. Pero lo interesante, es que después de esta previsible cadena de emociones acontece un florecimiento, en el que se da cuenta de que la máquina puede a ayudarle a convertirse en un jugador mejor y se presta a colaborar para aumentar su poder.

La contradicción entre el deseo de que gane la máquina y el miedo a que lo haga flota sobre todo el documental. Incluso hay un momento en el que uno de sus creadores indica que la victoria de la máquina le produce cierta tristeza, porque demuestra que la especie humana ha quedado superada. Dado que probablemente se trate del mayor logro profesional de su vida, es interesante preguntarse si realmente lo siente o si se considera obligado, ya sea de manera consciente o inconsciente, o ponerse en parte en el bando de los humanos.

Estas reacciones son cada muy habituales cada vez que la inteligencia artificial se menciona en los medios. Por lo general, se tiende a desmerecer los méritos de las máquinas y parapetarse en los campos en los que todavía no nos han superado: no es tan maravilloso que un ordenador nos gane al ajedrez, se equivocan cuando hacen una traducción automática, nunca serán capaces de escribir una novela ni tener sentido común ni sentir aprecio por los demás... dicen con frecuencia supuestos especialistas que no son conscientes de que las últimas barreras ante la capacidad de los ordenadores van cayendo.

Ante estos avances tecnológicos que pueden ser revolucionarios, merece la pena mirar atrás y meditar sobre los efectos que han tenido sobre la raza humana progresos similares. Aunque el referente habitual es la revolución industrial del siglo XVIII, tal vez sea mejor retroceder aún más y remontarse a los tiempos de la invención de la escritura, cuando aún no existían los libros. Para los sabios de aquellos tiempo, tuvo que ser todo un agravio que los conocimientos que ellos con tanto cuidado atesoraban y transmitían oralmente quedaran plasmados en una forma física que los pusiera al alcance de cualquier que supiera leerlos. Alguien probablemente pensó que dejar por escrito tales conocimientos fomentaría la pereza mental del ser humano, que delegaría en los libros los conocimientos y no se preocuparía de fortalecer su intelecto.

Ahora que han pasado miles de año, sabemos con certeza que el resultado ha sido precisamente el contrario. Los libros nos han permitido vivir más tiempo, adaptarnos mejor al mundo y, literalmente, llegar a las estrellas. La inteligencia artificial nos ofrece ahora una manera de almacenar nuestros conocimientos, no de una manera estática sino activa y dinámica. No es que vayan a arrebatarnos nuestro sentido común, es que están comenzando a permitirnos fijarlo y ampliarlo, de una manera no tan distinta a cómo los libros ya nos permitieron hacerlo una vez.

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